Cada año me vuelve a nacer,
por estas fechas,
un absceso en el corazón engalanado,
un molesto huésped de temporada,
que reclama aullido en boca
su tributo.
Agasajos de rey, la casa vestida
de fiesta, manjares frescos
y todos los presentes,
conversan y se miran sin saber
qué están haciendo,
las manos se extrañan autónomas,
entrelazadas.
A base de pasta de almendra
el inquilino ocupa todo
el espacio vacío
que llevábamos dentro,
y nos desborda rojo por las mejillas
y el ecuador del cinturón
desabrochado.
Por mor de supervivencia
no queda más remedio,
desenvueltos los obsequios ya,
y desechados,
que asesinar al acólito
medrado y bienqueriente,
clavándose uno mismo con saña
en el plexo solar,
un níveo estilete de turrón
del año pasado,
si es del duro mejor,
con la consiguiente posibilidad
de suicidio.
La alternativa es decir permitirle avance,
extenderse a su misericordia indiscriminada,
conllevaría riesgos inaprensibles.
Accesos intempestivos de amor,
sonrisa imperecedera,
ataques incontrolados de generosidad.
En definitiva dejarle vivir sería
una losa con nombre
en nuestras conciencias.
Permitir circular por este mundo correcto
a un individuo tan detestable…
Y mucho menos en Navidad.
Son necesarias las olas
que llegan
de suicidios tristes.
Inapreciables.
Son intentos fallidos,
cierres de emergencia,
para no dejar salir de su surtido
a esos alegres engendros,
mentecatos y alfajores.
Siempre dedico un segundo
a pensar en los anteriores,
cuando me apunto un día cualquiera
entre el veinticinco y el final
de Diciembre,
al hueco entre la segunda costilla
izquierda y el esternón.
Y aprieto con todas mis fuerzas.
Me aterra que este macabro rito
de precisión
me resulte cada vez
más natural.